jueves, 29 de noviembre de 2012

Hogar, dulce hogar (A)


Por fin está todo hecho. Ya puedo decir que estoy en casa. O, al menos, que estoy asentado más o menos del todo.

Ha pasado como un mes desde que volví. Encontrar piso, fácil. Más de lo que esperaba, la verdad, a estas alturas del año. Pero como a nadie le gustan las “afueras”, pan comido. Barato y decente, y encima no hay ruido ni molestos vecinos, de momento.
Y lo del trabajo ya lo tenía casi arreglado gracias a Jun. Su familia tiene negocio aquí, así que me ha colado. Claro que me tuvieron que ver primero, pero fue más por cumplir con el formalismo que otra cosa. Pasar, saludar, empiezas mañana. ¿Hacen unas cañas? Pues unas cañitas con el jefe, por qué no. El tío es majo, y se ve que ha cogido bien las costumbres de la zona. Y si invita, mejor que mejor.

Bah, en realidad si he tardado tanto en poder decirlo, es por la puta pereza que me daba colocar todo. Abrir las cajas, sacar los recuerdos acumulados de los viajes, quitarles un poco el polvo y encontrarles sitio. Y yo creía que no eran tantos, pero me han ido mandando una caja tras otra y al final acabo con una torre gigante en medio del piso.
Ahora que caigo, todavía me falta una, Sandro aún tiene mi cazadora de cuero. Seguro que el cabronazo de él la está aprovechando para ver si poniéndosela liga más. Luego le mandaré un mensaje.

El caso es que por fin está todo en su sitio. Sólo me falta una cosa por hacer.

Cojo mi mochila, vieja y destrozada ya de tanto viaje, y lo saco. Mi bloc de dibujo. Tiene las esquinas gastadas, y está casi sin hojas libres. Es lo único que llevo siempre conmigo. Lo voy a dejar encima de la mesa de mi cuarto, me gusta hojearlo de vez en cuando. Una hoja, una historia.

Se queda ahí, abierto por la primera página. Mi primer dibujo. Se ve una habitación. Algo desordenada, un portátil encima de una larga mesa clara, rodeado de papeles y libros. La cama deshecha, un armario con la puerta abierta, porque no hay manera de que se mantenga cerrada. La música suena a todo volumen, una mezcla entre The Prodigy y Ricky Martin. Y Shayna está a punto de entrar.

Joder, ha pasado muchísimo tiempo desde entonces. Cierro el cuaderno, todavía me río cuando me acuerdo de la cara que puso Shayna al verme allí plantado.

Creo que algún día le enseñaré mis historias. 

jueves, 8 de noviembre de 2012

Te lo dije (S)

Te lo dije. Que no te iba a usar, que seguramente no volvería a escribir hasta reencontrarte, escondido en algún cajón y cubierto de polvo. Hace alrededor de un año de eso. Y han pasado muchas cosas, y a la vez no ha pasado ninguna. Supongo que nada me llamó realmente la atención desde que se fue; no tenía ganas de escribir, sin más. Se trataba sólo de dejar pasar los días. Hasta que me di cuenta de que en realidad no le necesitaba. Y justo en ese momento en el que he empezado a creerlo, a vivir de verdad siguiendo esa máxima, ha vuelto. Lo sabía, sabía que iba a volver y le daría un vuelco a todo otra vez. Por eso le odio tanto como le amo, le temo y rehuyo tanto como le busco. 

Fue hace un par de semanas. Quizá más, el tiempo se me escapa sin que me dé cuenta. Era un día relativamente normal. Había ido muy bien, divirtiéndome mucho. Pasar un rato con las amigas, el bus, una vuelta, una charla. Sí, incluso el bus, supongo. Disfrutar del día tal y como viene, al completo. Ya había oscurecido, y de repente era hora de volver a casa. Me apoyé suavemente contra la pared, esperando a que llegara mi metro, con la única compañía de un par de desconocidos en la estación, y me abstraje en mis recuerdos felices. Noté que alguien se apoyaba en la pared, a mi lado, pero no le di mayor importancia. Debería haber estado tensa por la repentina cercanía, habiendo tanto espacio disponible, pero tal vez le reconocí instintivamente.

- Vaya... no me esperaba algo así de ti.

La voz, justo junto a mi oído, a todas luces riéndose, como si estuviera hablando de una broma exclusiva, me sobresaltó ligeramente. Aunque me lo tendría que haber esperado. Abrí los ojos y le miré, esperando que mi desconcierto no se mostrara en ellos.

- Hola por cierto. - siguió, sonriendo de forma bien visible ahora - Ha pasado un tiempo.

- Axel... ¿Qué haces aquí? ¿Cuándo has vuelto? - me recompuse como pude - Hola.

Se encogió ligeramente de hombros, despreocupado.

- Me apetecía volver, ha pasado como un año. No hay nada como el hogar ¿no crees?

Evidentemente no esperaba respuesta por mi parte, porque siguió hablando. La verdad es que en eso no ha cambiado, tiene una gran facilidad de expresión. Y si le das coba no se calla ni debajo del agua.

- Volví ayer. Me apetecía ver un poco la ciudad, así que he pasado aquí la noche y hoy volveré a casa. Pero lo que no me esperaba desde luego era encontrarte aquí, Shayna. Has cambiado mucho.

Intentaba que le contara todo. Mi vida, qué había hecho en ese año, cómo estaba. No lo dijo, pero que cambiara así de tema, que dejara de lado sus experiencias, y esa mirada interrogante, esos ojos tan familiares, me lo indicaban así. No pude evitar reírme suavemente, pero no acababa de ser una risa alegre, no como las que llevaba dejando escapar toda la tarde.

- Claro, te fuiste. No tuve más remedio. Igual que tú, ya no eres el mismo. Te has quitado esa máscara chulesca tuya, por ejemplo.

La sonrisa desapareció de su cara, pero volvió a reaparecer de una forma algo distinta, ya no divertida, intentando picarme para entrar en su juego, sino afirmativa y ¿ligeramente nostálgica? Creo que también ha perdido sus aires de superioridad, ha aprendido a afrontar las cosas. O eso quiero creer.

- Sí, lo sé. Un año da para muchas cosas.

Tras esa enigmática frase, llegó el metro y ambos subimos. Nos tuvimos que separar debido al gentío en los vagones, pero no sin que antes me hiciera una promesa que me inquietó e ilusionó a un tiempo.

- Ya te contaré todo. Bueno, nos contaremos. Supongo que a partir de ahora nos veremos a menudo - volvió a sonreírme, una sonrisa que hizo que se me acelerara el corazón: esa media sonrisa ladeada, con un toque pícaro, que tanto me encantaba y que hacía más de un largo año que no veía. Se despidió con la mano mientras era engullido por la multitud, en un gesto algo vago, pero que era completamente suyo, como si el tiempo no hubiera pasado.

Pero ha pasado. No le he vuelto a ver desde entonces, pero sé que cumplirá su promesa. Pronto tendré noticias suyas. Aunque ahora todo es distinto, sigo sin saber cómo tratar con él. Axel y yo siempre hemos sido muy diferentes el uno del otro, demasiado.

Supongo que cada cosa a su tiempo. Pero tranquilo, esta vez te mantendré informado.

lunes, 29 de octubre de 2012

Es un juego, pero es SU juego

Camina a paso tranquilo por las calles. No están demasiado concurridas, la gente se apresura hacia sus destinos, intentando escapar del frío viento cortante. Un día normal, como otro cualquiera.
Va mirando sus pasos mientras se dirige hacia su casa, a su habitación, vigilando no tropezar con alguna baldosa traicionera, mientras se sumerge en sus pensamientos, casi sin prestar atención al recorrido en sí, ya casi tan conocido como la palma de su mano, la mochila colgando a un lado y golpeando suavemente su costado con cada paso, los puños cerrados en sus bolsillos para mantener el calor.

No hay tiempo ni espacio, sólo ella caminando.

Y entonces llega a la última bifurcación, y gira por su calle. Esquiva a una persona rápidamente, se detiene y alza la vista. La larga calle, que desde donde está ella parece infinita, está atestada, como siempre. No importa lo tardío de la hora, la noche ya cerrada, ni el gélido viento, la gente sigue pasando, ocupando el espacio hasta donde alcanza su mirada. 
Suspira pesadamente, agobiada sólo por pensar en el tumulto. Y alza un poco más los ojos, y encuentra la luna, esa noche ya llena, brillando suavemente.

Y le apetece jugar, el mismo juego de siempre. Así que cierra los ojos y agacha ligeramente la cabeza durante apenas unos segundos. Al volver a abrirlos, un brillo decidido los ilumina, y una sonrisa lobuna cruza su rostro. Y sabe que nadie podrá tocarla, a menos que ella se deje.
Empieza a caminar de nuevo, con calma al principio, acercándose paso a paso a su cubil. Pero se deja poseer por el espíritu del juego, y a medida que avanza esquivando a la multitud, acelera el ritmo. Más y más y cada vez más rápido, casi riéndose mientras realiza complicados quiebros. Y sigue acelerando, hasta que parece que va a echar a correr, saca las manos de los bolsillos y empieza su desenfrenado baile, cruzando la calle casi de lado a lado, esquivando sin detenerse ni una décima de segundo en contemplar a su alrededor, sin ver nada que no sean las sombras que evita y los mechones sueltos que escapan de su pelo recogido.

Cuando llega, se detiene de golpe. La chaqueta abierta no ha rozado nadie, ni la mochila ha golpeado nada. Y, por supuesto, nada ha conseguido alcanzarla a ella.
Ríe suavemente mientras recupera la respiración, recoloca suavemente sus mechones rebeldes y apaga el brillo de sus ojos, ese brillo suyo tan característico. La sonrisa ya no es lobuna, y vuelve a ser la de siempre.
Mientras sube piensa en lo que hace, en el juego tonto de todos los días. Pero le viene bien, porque es un juego de ella

Es un juego, pero es su juego. 
 
Y de vez en cuando, conviene darle un capricho inocente.

jueves, 4 de octubre de 2012

Jugando con sombras

Está tumbada en la cama. En una cama grande, enorme, cálida, mullida. Muy cómoda, durmiendo plácidamente, acurrucada entre las sábanas, el contraste de su pelo oscuro contra el lino blanco, dando una preciosa imagen de ternura e indefensión que podría derretir los corazones más duros.
Se oye el ruido de una puerta. La puerta de entrada, cerrándose, y alguien dejando las llaves en la mesita de la entrada. Se está empezando a despertar. Aún tiene los ojos cerrados, pero una de sus orejitas se levanta graciosamente, la otra atascada en ese revuelto nido que ha creado con las sábanas. 
Oye pasos. Gruñe suavemente, parpadea, se despereza. Intenta levantarse, pero se le enredan las pequeñas patas y vuelve a caer, completamente liada en ese mar blanco. Por fin, consigue sentarse, justo cuando la puerta de la habitación se abre. Una corbata sale volando hacia la silla de la esquina, y ella la sigue con la mirada. Entonces le ve. Y él la ve a ella. La mira y se echa a reír. Sentada en medio de la enorme cama, pequeña, como si se hubiera perdido en su inmensidad. Aún confusa por el sueño recién disipado. Envuelta a saber de qué extraña manera en las sábanas, con una esquina todavía enganchada entre sus orejas alzadas, atentas a él, a sus movimientos, a sus palabras. Sólo para él. 

- Parece que has dormido a gusto, ¿verdad, pequeña?- le dice con una gran sonrisa.

Ella le ladra suavemente y mueve la cola, feliz. Pequeña, él siempre la llama pequeña. Le dio un nombre, un nombre bonito escrito en cursiva en una placa dorada y con forma de hueso, colgada de su collar. Un collar blanco, para que se viera con su pelo oscuro y contrastara con sus ojos negros. Pero aun así, el siempre la llama pequeña. 

Se acerca y se sienta a su lado, dejando poco a poco el traje. Le acaricia la cabeza, le rasca la espalda, y encuentra ese punto que tanto le gusta a ella, justo bajo las orejas, donde el suave masaje le hace tumbarse y estirarse de nuevo de puro placer. La mano se escapa, se ha levantado. Ella se sienta de nuevo, ahora completamente despierta, y con otro suave ladrido salta de la cama y le sigue hasta el salón, hasta el sofá en el que se ha sentado. Sube a su lado. Esa tarde tiene ganas de jugar. Ve los dedos cruzados, y decide empezar con ellos. Los separa suavemente con las patas, pero no se están quietos. No se dejan atrapar, para poder chuparlos y mordisquearlos suavemente. Los dedos traviesos se escurren y le golpean suavemente la nariz, le acarician el hocico y entre los ojos. Juegan con sus dientes, y justo cuando va a atraparlos, se escapan de nuevo y vuelan hacia sus orejas, atrapando las puntas con suaves tirones, y bajando de nuevo en suaves caricias. Ella se revuelve, pero los dedos saben, así que no puede atraparlos. Con la emoción del juego, se ha subido a las piernas de él. Ha apoyado las patas delanteras en su pecho y, ahora que él agacha la cabeza, le puede mirar a los ojos. A esos ojos tiernos y cálidos que sólo la miran a ella.
Jadea con la lengua entre los colmillitos, ya no persigue los dedos. Los dedos están bien donde están, rascando suavemente sus orejas. Ahora ha visto una nariz. Él se ríe. Pero a ella le gusta su nariz. Le gusta subir por su cuello repartiendo pequeños lametones por él, repasar su barbilla y llegar a la nariz. Está pensada para eso. Asoma suavemente, como incitándole a morderla con cuidado. Y es suave y blandita, no tiene tantos huesos como los dedos. Él se ríe, pero no quiere que toque su nariz. Así que suavemente, la coge de las patitas, que ya había conseguido enredar entre su pelo, y la vuelve a bajar hasta su regazo. Y vuelven los dedos, juguetones. Pero esta vez, se dejan atrapar.

Y justo cuando consigue atraparlos, cuando sus finos dientes de leche se clavan en el primero, éste se convierte en volutas. Puf. Nada. Una sombra. Mira el resto, que siguen el mismo camino. Poco a poco, los dedos, el regazo en el que está tumbada, todo, se va convirtiendo en sombras que se arremolinan en torno a ella. Todo. Hasta el sofá, la mesita de entrada, la cama gigante en la que siempre se perdía, la silla donde voló la corbata. Absolutamente todo. Él. Su cara. Sus ojos. Y el negro de las sombras la envuelve, le aprieta y asfixia, hasta que parece que no puede más.

Entonces despierta. Tumbada boca arriba, con las patitas moviéndose todavía desesperadas. Rodeada de trozos de papel de periódico que en algún momento ha destrozado. Rodeada de paredes, en un espacio poco más grande que ella. Paredes de cristal. 
Suena la campanilla de la puerta principal, entra alguien. Unos ojos bajan a la altura de los suyos, unos ojos tiernos y cálidos, que la miran solamente a ella. Y ella mueve la cola mientras deja escapar un pequeño y alegre ladrido. Porque, aun después de mucho tiempo encerrada entre esas paredes, tiene la esperanza de que él por fin la haya encontrado.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Por estos días

Odio estos días. Los odio tanto como los aprecio.
Días en los que aunque tengas millones de cosas por hacer, parece que no avanzas y que el tiempo se ha detenido contigo. Que las manecillas del reloj han dejado de cantar su incesante tictac, y la lluvia que debería repiquetear incesantemente contra los cristales se ha quedado suspendida en el aire. Que el viento ya no sopla agitando las copas de los árboles, ni se cuela su frío aliento por los resquicios de la ventana.

Pero lo peor, es que no tengo millones de cosas por hacer ahora mismo. Y muchas de las que quisiera realizar, no puedo. Y el resto no me apetecen.

Ésa es otra parte de estos días extraños, odiados y amados. Quiero hacer cosas, pero no me apetecen. Se lo achacaría a la pereza, pero sé que, esta vez, estos días, no es por eso. Porque cuando quiera me puedo levantar y hacer lo que sea que me proponga. Pero hoy no tengo ganas, simplemente.

Hoy es un día que me invita a quedarme quieta, bien abrigada, mientras escucho cómo llueve. Un día que me lleva a rellenar los minutos, lentos y perezosos, de actividades vacías de sentido, de improductividad. Y, evidentemente, esto me causa un aburrimiento mortal. Da incluso la sensación de estar fuera de todo tiempo y lugar, de haber escapado a las normas que rigen el mundo. Lo único que hago es revisar una y otra vez. ¿El qué? Recuerdos, historias, fotos. Todo. 

Por eso me gustan tanto estos días. Porque me traen el recuerdo de una tarde de tormenta en un viejo piso que, por mucho tiempo que pase, mi memoria seguirá recordando palmo a palmo. Un caudal interminable de agua de lluvia deslizándose frente a nuestros ojos. La ilusión de los rayos y truenos, chillidos de excitación. Y risas mientras tomamos una taza de chocolate caliente y pegamos los montones de calcomanías acumuladas de los bollos en cartones, porque nunca nos los llegaremos a poner, y así quedan más bonitos. Y otro recuerdo, del mar bravo batallando contra el viento y la lluvia, visto desde una pequeña terraza, donde parecía que te podías perder en la oscuridad de la tarde y la ferocidad de la tormenta, y quedas sobrecogida por su magnificiencia. Y otro en una terraza mucho más amplia, charlando mientras las gotas empiezan a caer, y decido salir y mojarme un poco, apenas sentir dos gotas. Y muchos más.

Y mientras repaso mis escritos, mis canciones favoritas, mis fotos, voy recordando todas estas historias, aunque no tengan ni la más mínima relación entre ellas.

Odio estos días porque en realidad no hago absolutamente nada. Pero me encantan, porque me dan la oportunidad de volver la vista atrás, de reflexionar sobre cómo era y cómo soy, de sonreír, muchas veces con lagrimillas nostálgicas escapándose a traición de mis ojos, con las historias de tantas situaciones. Y eso, aunque no lo parezca, aporta mucho. El sentimiento de plenitud, de satisfacción, al recordar tantos momentos felices.

Y mientras sigo haciendo el tonto, espero. Espero novedades que sé que están por llegar, porque aunque parezca que el tiempo se ha detenido expresamente para mí, no es así. Novedades que, aunque tarden y me angustien, sé que en algún momento, en algún tiempo perdido, se convertirán en recuerdos e historias de los que podré disfrutar. Cuando vuelva a aparecer uno de estos días.

miércoles, 26 de septiembre de 2012

¿Y por qué no hoy?

Siempre vencida antes de entrar en batalla, muerta antes del primer hálito. Planes, sueños, ideas y objetivos truncados antes de terminar de formarse en mi cabeza. ¿Cómo, quién, por qué? Tonterías, yo y más tonterías.
Porque tal vez no valga. Porque mejor mañana, que tengo más tiempo. Porque a lo mejor me rechazan, o no les parece bien. Porque en realidad no es tan importante, sólo era una fantasía bonita.
Pero todas las fantasías parten de algo que en su momento nos ilusionó. Una pequeña luz colándose por las rendijas de la persiana, pero era más fácil cerrar fuertemente las cortinas y volver a ocultarse bajo las sábanas. Total, no iba a servir de nada, no lo iba a conseguir. Otro fracaso, otra decepción, desilusiones, dolor... para nada. Y la ventana sigue cerrada.
Hasta que un día despierto. De verdad, otra vez. Y me doy cuenta de que parece que no, pero siempre sirve de algo. La más mínima tontería lo cambia todo, la típica piedra que al caer provoca una avalancha. Y ¿quién sabe cuál, de entre todas las piedras, es la que lo logrará? ¿Cuándo caerá, adónde llegará ese demoledor alud? Nadie. Que todos nos exponemos a las mismas dudas e incertidumbres, a los mismos fallos y miedos, en mayor o menor medida. 
Siempre se aprende algo de cualquier experiencia, aunque no sea la preciosa moraleja del cuento de hadas con final feliz. Pero de algo ha servido pasar por todo ello. Y, mucho después, al mirar hacia el pasado, surge una sonrisa nostálgica y todo es mucho más claro. Y, a pesar del dolor, no te arrepientes, no del todo. Nunca te arrepientes de lo que has hecho, sino de lo que no has llegado a hacer.

Ya he salido de la cama, y estoy abriendo las cortinas. La persiana chirría y las hojas de la ventana están algo rígidas. Pero pienso que tengo muchas cosas que quiero hacer, que me ilusionan, que me apetecen. Que puedo conseguirlo, ¿por qué no iba a poder?


Y la luz entra a raudales por la ventana abierta de par en par, borrando de mi mente todas las excusas vanas, las dudas, la vergüenza. Y tras de sí sólo deja el brillante rastro de una pregunta llena de esperanza: "Ya es hora de cambiar las cosas...¿Y por qué no hoy?"