jueves, 4 de octubre de 2012

Jugando con sombras

Está tumbada en la cama. En una cama grande, enorme, cálida, mullida. Muy cómoda, durmiendo plácidamente, acurrucada entre las sábanas, el contraste de su pelo oscuro contra el lino blanco, dando una preciosa imagen de ternura e indefensión que podría derretir los corazones más duros.
Se oye el ruido de una puerta. La puerta de entrada, cerrándose, y alguien dejando las llaves en la mesita de la entrada. Se está empezando a despertar. Aún tiene los ojos cerrados, pero una de sus orejitas se levanta graciosamente, la otra atascada en ese revuelto nido que ha creado con las sábanas. 
Oye pasos. Gruñe suavemente, parpadea, se despereza. Intenta levantarse, pero se le enredan las pequeñas patas y vuelve a caer, completamente liada en ese mar blanco. Por fin, consigue sentarse, justo cuando la puerta de la habitación se abre. Una corbata sale volando hacia la silla de la esquina, y ella la sigue con la mirada. Entonces le ve. Y él la ve a ella. La mira y se echa a reír. Sentada en medio de la enorme cama, pequeña, como si se hubiera perdido en su inmensidad. Aún confusa por el sueño recién disipado. Envuelta a saber de qué extraña manera en las sábanas, con una esquina todavía enganchada entre sus orejas alzadas, atentas a él, a sus movimientos, a sus palabras. Sólo para él. 

- Parece que has dormido a gusto, ¿verdad, pequeña?- le dice con una gran sonrisa.

Ella le ladra suavemente y mueve la cola, feliz. Pequeña, él siempre la llama pequeña. Le dio un nombre, un nombre bonito escrito en cursiva en una placa dorada y con forma de hueso, colgada de su collar. Un collar blanco, para que se viera con su pelo oscuro y contrastara con sus ojos negros. Pero aun así, el siempre la llama pequeña. 

Se acerca y se sienta a su lado, dejando poco a poco el traje. Le acaricia la cabeza, le rasca la espalda, y encuentra ese punto que tanto le gusta a ella, justo bajo las orejas, donde el suave masaje le hace tumbarse y estirarse de nuevo de puro placer. La mano se escapa, se ha levantado. Ella se sienta de nuevo, ahora completamente despierta, y con otro suave ladrido salta de la cama y le sigue hasta el salón, hasta el sofá en el que se ha sentado. Sube a su lado. Esa tarde tiene ganas de jugar. Ve los dedos cruzados, y decide empezar con ellos. Los separa suavemente con las patas, pero no se están quietos. No se dejan atrapar, para poder chuparlos y mordisquearlos suavemente. Los dedos traviesos se escurren y le golpean suavemente la nariz, le acarician el hocico y entre los ojos. Juegan con sus dientes, y justo cuando va a atraparlos, se escapan de nuevo y vuelan hacia sus orejas, atrapando las puntas con suaves tirones, y bajando de nuevo en suaves caricias. Ella se revuelve, pero los dedos saben, así que no puede atraparlos. Con la emoción del juego, se ha subido a las piernas de él. Ha apoyado las patas delanteras en su pecho y, ahora que él agacha la cabeza, le puede mirar a los ojos. A esos ojos tiernos y cálidos que sólo la miran a ella.
Jadea con la lengua entre los colmillitos, ya no persigue los dedos. Los dedos están bien donde están, rascando suavemente sus orejas. Ahora ha visto una nariz. Él se ríe. Pero a ella le gusta su nariz. Le gusta subir por su cuello repartiendo pequeños lametones por él, repasar su barbilla y llegar a la nariz. Está pensada para eso. Asoma suavemente, como incitándole a morderla con cuidado. Y es suave y blandita, no tiene tantos huesos como los dedos. Él se ríe, pero no quiere que toque su nariz. Así que suavemente, la coge de las patitas, que ya había conseguido enredar entre su pelo, y la vuelve a bajar hasta su regazo. Y vuelven los dedos, juguetones. Pero esta vez, se dejan atrapar.

Y justo cuando consigue atraparlos, cuando sus finos dientes de leche se clavan en el primero, éste se convierte en volutas. Puf. Nada. Una sombra. Mira el resto, que siguen el mismo camino. Poco a poco, los dedos, el regazo en el que está tumbada, todo, se va convirtiendo en sombras que se arremolinan en torno a ella. Todo. Hasta el sofá, la mesita de entrada, la cama gigante en la que siempre se perdía, la silla donde voló la corbata. Absolutamente todo. Él. Su cara. Sus ojos. Y el negro de las sombras la envuelve, le aprieta y asfixia, hasta que parece que no puede más.

Entonces despierta. Tumbada boca arriba, con las patitas moviéndose todavía desesperadas. Rodeada de trozos de papel de periódico que en algún momento ha destrozado. Rodeada de paredes, en un espacio poco más grande que ella. Paredes de cristal. 
Suena la campanilla de la puerta principal, entra alguien. Unos ojos bajan a la altura de los suyos, unos ojos tiernos y cálidos, que la miran solamente a ella. Y ella mueve la cola mientras deja escapar un pequeño y alegre ladrido. Porque, aun después de mucho tiempo encerrada entre esas paredes, tiene la esperanza de que él por fin la haya encontrado.

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