domingo, 17 de julio de 2011

Una extraña rutina

Últimamente eran la comidilla del pueblo. En una aldea remota, donde hacía mucho que no pasaba nada digno de mención, el comportamiento de esos dos era ciertamente extraño, un tanto fuera de lugar.
Eran un par de soldados, un hombre y una mujer. Hasta ahí, todo normal, en el pueblo había una pequeña guarnición de guerreros, dispuestos a defender a sus familias si llegara el caso. Pero hacía mucho que no llegaba el caso, y los guerreros estaban prácticamente inactivos, se limitaban a entrenar una o dos veces por semana y a salir de cacería de vez en cuando. 
Pero estos dos no. Un día, sin más, como otro cualquiera, salieron de su hogar, perfectamente pertrechados, e iniciaron la patrulla bordeando la muralla de estacas. Cuatro o cinco vueltas alrededor, y de nuevo a casa. Así unas tres veces al día, el número de veces, de vueltas y el horario variaban, pero no fallaban ni un solo día. 
Eran una pareja curiosa. Él, alto, corpulento, con ropas que variaban entre los azules oscuros y los grises, portando dos espadas y probablemente alguna daga escondida. Ella, algo más pequeña, apenas un palmo, pero también corpulenta, teniendo en cuenta que era una mujer, vestida siempre de negro y equipada con un arco y su respectivo carcaj de flechas, y un cuchillo a la cintura. Avanzaban a paso rápido, al mismo ritmo, con zancadas largas, diferenciables sólo en la ligereza de las de ella, más ágil y sigilosa. 
Y no hablaban. Cruzaban alguna palabra de vez en cuando, al percibir alguna novedad en el camino o, si estaban animados, comentado alguna cosilla de los que se cruzaban con ellos, mirándolos extrañados. Pero generalmente, avanzaban en silencio, él, mucho mayor, concentrándose en sus músculos y en mantener una respiración equilibrada; ella, con la cabeza alta, pero la mirada baja, fría, distante, lo que indicaba que se hallaba sumida en sus pensamientos. 
Y aun así, no se les pasaba nada por alto. No se podía decir que su labor no fuera de utilidad: notificaban sobre las huellas de los animales, para cazarlos o mantenerse alertas ante los posibles predadores de los rebaños de la aldea; sobre la actitud de los mismos, y los cambios en el tiempo, que muy pocos se molestaban en advertir; sobre las zonas en las que aparecían setas o frutas silvestres, por ejemplo. 
De vez en cuando, algún campesino que volvía de labrar sus tierras se detenía saludarles, y si había confianza, a hablar con él. Con ella, bueno, acababa de volver a la aldea después de pasar años formándose en la lejana capital, y la confianza de cuando era niña se había esfumado. Y su mirada, fría y distante, inquietaba a sus vecinos.
Nadie entendía el porqué de esta repentina rutina, que no tenía razón de ser aparentemente. 
El tiempo pasó y, al final, los habitantes de la aldea dejaron de comentar el asunto. Pero ellos siguieron, invariablemente, patrullando alrededor de la aldea todos los días.


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Si te aburres, deja volar tu imaginación. Estamos obligados a vivir en este mundo, pero eso no impide que hagamos una pequeña visita a otros ;) 
   

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